En biología (creo que de noveno
grado) estudiábamos principios de genética (lo conjugo en pasado porque con el
modelo educativo actual no tengo la menor idea si siguen impartiendo estos
temas), dentro de estos principios nos hablaban de un señor, Charles Darwin, y
de su teoría de que algunos rasgos de las especies que las hacían más
adaptables a su entorno eran forjadas y potenciadas por el medio ambiente.
Estos rasgos (no autóctonos de la raza en sus orígenes) permitían que algunos individuos
subsistieran, es decir, mantener su existencia, y a eso, palabras más palabras
menos le llamaron “Supervivencia del más apto”.
No soy bióloga ni pretendo ser
exacta con los conceptos, pero mal que bien he ahí la idea general que,
cambiando una que otra cosa, la transfiero al entorno social (aquí es donde los
biólogos cierran la página del blog porque se dieron cuenta que no abrieron lo
que estaban buscando): hay rasgos, costumbres, prácticas, que adquirimos, que no son propios de nuestra
personalidad o naturaleza y que nos “ayudan” a sobrevivir en determinados
entornos sociales.
Para nadie es un secreto que en
Venezuela el entorno es adverso y hostil, nadie duda que sea un verdadero reto
(y una suerte y bendición de Dios – si creen en Él- ) mantenerse andando en
esta caminadora que lleva un ritmo
frenético y endemoniado. Muchas veces el sobrevivir está atado a la adopción de
estos hábitos de los que nos jactamos y que “nos mantienen a flote”: el
“bachaqueo” (compra de productos de primera necesidad o escasos a precio
regulado para revenderlos a un precio mucho más elevado generando un lucro), el
ver las bolsas de la gente descaradamente y preguntar dónde compraron si hay
algo que nos interesa, la planificación de compras y la generación de
indicadores de los insumos caseros (un rollo de papel me dura media semana, un
kilo de café dos meses, una barra de jabón de tocador tres…), la ronda a
farmacias aunque no estés enfermo con la lista de las medicinas que necesita
todo el mundo, los escondites insólitos del celular para que no lo roben o el
dejarlo estacionado en la casa (ahí pierde totalmente el sentido y deja de ser
telefonía móvil… pero hay quienes lo hacen) y pare Ud. de contar.
Con todas estas mañas o trucos
“inofensivos” están los cambios en nuestra personalidad, las cosas que empezamos
a hacer o dejamos de hacer y que modifican quienes somos. Por un lado están esas
actividades que nos gustan, nos relajan, nos distraen y nos distinguen que
dejamos de hacer presionados por el medio adverso y empujado por el mundo de lo
inmediato: caminar por la ciudad, hacer ejercicio al aire libre, subir al
Ávila, frecuentar determinados lugares, dar la cola, ir a conciertos, a las
plazas o a los parques, leer en el metro, escuchar música en la calle. Por el
otro están nuestros valores y actitudes: el decir los buenos días, el ayudar a
un vecino, el dar las gracias y el no empujar a la gente.
Bajo el concepto estricto… si
hablamos de adaptación, tendríamos que modificar nuestra personalidad, nuestro
propio ser para sobrevivir en este entorno que pareciera contrario al buen
humor, a la risa, a la amistad y al amor, al arte y a las buenas ideas.
Estoy convencida de que el camino
no es adaptarse para sobrevivir, la solución es ser resilente, es la capacidad
de sobreponerse a la adversidad. El adaptarse me suena a acostumbrase a este
merequetengue (merequetengue= desastre, caos) y el acostumbrarse cambia, se
convierte en resignación y nos marca de manera indeleble. Terminamos siendo una
caricatura de lo que éramos dándole al ambiente la capacidad de modificarnos,
nos volvemos las jirafas pues con cuellos y patas largas afectando a las
generaciones venideras.
No me malinterpreten, no hablo de
gastar tu sueldo en salmón porque “mejor no adaptarse”, eso ya sería negación y
locura, hablo de que no podemos dejar de pasar tiempo con los amigos porque “todo
está peligros y caro”, o dejar de leer porque “un libro está carísimo, o como o
leo un libro”, o dejar de hacer ejercicio “porque no tengo tiempo”. Son
justamente estas actividades las que nos mantienen cuerdos en esta locura, las
que nos permiten atravesar por tanto con brillo en los ojos y música en la
cabeza. Encuéntrense en tu casa, ve a una plaza de día y arma un
picnic, intercambia libros o bájatelos por Internet, programa 30 minutos de
ejercicio en casa, date tiempo para tu propia terapia de equilibrio mental.
No hablo de ayudar a todo el
mundo en la calle, pero ser cordial con tus vecinos con los que diariamente te
encuentras, decir los buenos días cuando entres a un lugar donde estén otras
personas o abrirle la puerta a alguien que lo necesite no atenta contra tu
vida, todo lo contrario.
Al final creo que somos nosotros,
los que no nos viciamos del ambiente, los que seremos los más aptos de levantar
estos escombros. Al menos eso me gusta pensar.