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sábado, 19 de agosto de 2017

Al Gran Amor de mi Vida

Hola… te tengo que advertir antes de que empieces a leer que esta no es una carta de amor.

Así como carta carta no sé si sea. No sé si tiene destinatario, o mejor dicho, no sé si la llegues a leer, no sé si donde estás llega Ipostel o el Internet.

Tampoco es de amor, al menos no de amor correspondido, de amor feliz, de esos amores bonitos que ríen y se acompañan en la oscuridad de la noche con respiración acompasada.

Seguramente ahora me estarás regañando, pero créeme… tengo justificación…

Es que se me ha antojado escribirle al desamor, al desamor que te suelta lágrimas, al que te arruga el corazón, a ese que padeces sola embojotada en la cama deseando despertar de la pesadilla. Estoy atravesando, sin freno y en bajada, por el despecho más fuerte que he vivido… ¿De qué más voy a escribir sino es de él?

Creía saber qué era el amor. Desde la azotea de un piso treinta miraba con cierta altanería a los enamorados, a las parejas agarradas de mano, leía las historias de amor y creía saber qué era y qué se sentía.

Me creía en la capacidad de encontrarlo, por sus señas lo buscaría, el destino me guiaría y viviría otra vez ese amor de novela. Lo imaginaba como una producción de Disney (en la que todos cantan) con diálogos de Jane Austin y de Isabel Allende. Un amor que no cabe en el Metro de Caracas y al que hay que entregarse apasionadamente.

Pero viniste tú y me tomaste por sorpresa.

Tú, a la que no tenía inventariada. Tú, la de siempre, la que nunca faltaba. Tú, con tu tibieza, tu amor acogedor con olor a mango maduro que viniste a quitarme la pieza de este rompecabezas que cargo sobre los hombros.

Por ti he hecho tantas cosas que no tenía pensadas…

Me he arrodillado para rezar aunque siempre había dicho que Dios no necesitaba esas muestras de fe.

He llorado sin razón y a toda hora violando ese pacto mío de no hacerlo en público.

He reconocido mi insignificancia y el hecho de que ante esto, soy una más, actuando como lo haría cualquier hijo de vecino.

He renunciado a la razón, la lógica y el pensamiento. Todo esto ha sido vísceras, pálpito de corazón y susto en el estómago.

He dejado mi orgullo y mi vergüenza y he pedido favores por los que estaré atada eternamente.

Y aunque creo que me estoy enamorando otra vez la sombra de tu abandono y las huellas de este desgaste no me dejan sonreír completo.

Estoy como estornudando sin ganas, como respirando con el pecho trancado, como comiendo chocolate sin azúcar y café sin leche.

Estoy bipolar riendo y llorando, suspirando y gritando. Hablando sola cuando creo que hablo contigo.

Y cuando estoy a punto de convencerme de que lo he superado viene cualquier tontería y ahí me quedo; con la costra levantada otra vez y sangrando por esa herida que no se cura ni se cierra.

Este es el primer catorce de febrero sin ti, es el primer día de los enamorados en el que no estamos juntas,  en los que no tengo que pararme a comprar las flores que compraba como autómata porque “tú no tenías quién te las regalara”.

Treinta y un años mamá y ahora que el cáncer te ha llevado lejos de mi es que me he dado cuenta que el amor de mi vida estaba cerca, que esas flores se las di a mi amor bonito, eterno e inolvidable, que dormía en el cuarto de al lado, que su olor, sus gestos, su cara ya me eran familiares y conocidos, que desde que nací he sido arrullada y mimada por ti, el gran amor de mi vida.

Cuento los días para volver a verte.

Tu hija.