Siempre ha querido pertenecer a
un club de lectura. Para una lectora precoz (de esas que a los 9 años ya van
por su segunda novela de Rómulo Gallegos) son pocos los compañeros de lectura.
La lectura; placer solitario por
naturaleza, se desbordaba y salía a borbotones de ella. En cada palabra
peculiar, que sin necesidad alguna se esforzaba
en utilizar (alfeizar, telega…),
en cada descubrimiento y en cada viaje en carro con los tíos a Higuerote.
Llegó a la Universidad y por
ávidos lectores que fueron (y aún son) sus amigos entrañables, el intento del
círculo de lectura fue todo un fracaso. Escoger el libro fue todo un debate y
llegar a tener un espacio para leer la lectura común (alejada de la propiamente
escogida) fue misión imposible. Es que cuando ya se es un lector “maduro” se
tienen sus mañas, sus autores predilectos, su tendencia en los géneros. Y ese
grupúsculo con un par de postmodernos y relativistas, unos positivistas y
católicos (de los practicantes) y otros renuentes a abandonar la ciencia
ficción solo podían decidir con unanimidad en donde comer.
Así renunció al círculo de
lectura… dependiendo del libro lo comentaba con el que se lo recomendó, lo
recomendaba a un adepto del género (o del autor), se lo contaba a su mamá, se
lo regalaba a su primo o escribía reseñas en su blog.
Ya no pensaba en tener un círculo
de lectura.
Ya le llenaba leerlos y
debatirlos consigo misma en el margen de la hoja. Dejar esas notas que le
refutaban a Fitzgerald la fascinación del narrador por Gatsby y tachar esas
notas cuando releía el libro y ya no estaba de acuerdo consigo misma (con su yo
del pasado).
Estando en una feria del libro revisando
la contraportada de Las Travesuras de La Niña Mala de Vargas Llosa (para
finalmente tomar esas pequeñas-difíciles decisiones de qué dejar y qué llevar)
sintió el roce de una mano y un perfume de rosas dulzón,
“Llévatelo” –le dijo la dueña del
perfume, una señora con cara afable- “esa niña mala es muy mala, pero es
imposible no obsesionarse con ella, escógela”.
Y se lo llevó.
Lo iba leyendo en el metro, con
los ojos desorbitados (porque esa niña en serio es malísima) cuando alguien le
tocó el hombro y le dijo: “¿Qué tal es ese libro?, me lo han recomendado mucho
pero no me decido”.
Como en una película el perfume
dulzón volvió a su mente y en ese tránsito de dos estaciones compartió con esa
completa extraña las aventuras de la niña mala. Y el metro las veía, se hacían
los que no, pero las escuchaban.
Una semana después a la misma
hora tres personas leían a la Niña Mala de Vargas Llosa, una de ellas era la
preguntona…
Al fin, su círculo de lectura…
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